Burlina, reina indómita de la meseta
Entre la historia y la leyenda, Mario Rigoni Stern cuenta una divertida anécdota sobre la más titulada de las vacas de la Meseta de los Siete Municipios
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Burlina es una vaca moteada, simpática de nombre y aspecto, y puede apostar a que tarde o temprano se convertirá en la mascota de peluche del Altopiano dei Sette Comuni. Se lo merece, porque tiene una historia de ficción que abarca más de dos milenios. Primera fecha de referencia: el año 100 a.C.; fondo: la península de Jutlandia, entre el Mar del Norte y el Báltico, hoy parte de Dinamarca. Aquí vivía el pueblo de los cimbrios, tristemente célebre en las crónicas antiguas por las sangrientas derrotas infligidas a las legiones romanas en su avance hacia el sur. Al parecer, este desafortunado pueblo se vio obligado a marcharse a causa de un colapso climático que había helado sus tierras. El hecho es que todo un pueblo -armamento y equipaje, vacas incluidas- vagó por Europa Central sembrando el caos durante unos diez años. Después llegó el fatal enfrentamiento con el cónsul Cayo Mario, y aquí la historia da paso a la leyenda, que hace que los pocos supervivientes se refugien en los valles bávaros para inventar una nueva vida como montañeses.
El segundo capítulo se abre con un cambio de escenario y de época, en la Vicenza del año 1000: una ciudad famosa por la producción de "paños altos" de lana, ávida de nuevos territorios que dedicar a la ganadería ovina. En aquella época, la meseta que hoy llamamos los Sette Comuni era una extensión casi continua de bosques de hayas y abetos, cuya conversión en pastizales habría satisfecho a la burguesía lanera. Según cuenta la historia, fue el obispo de Vicenza quien tuvo la brillante idea de pedir a su homólogo de Múnich que enviara leñadores adecuados para la tarea, que resultaban ser los descendientes de los antiguos cimbrios, que habían crecido hasta el punto de poder volver a considerarse un pueblo. Y así es como, siguiendo su estela, la vaca Burlina también hace su entrada en la meseta. Un curioso nombre, que se remonta al de una mítica reina danesa, en apoyo de esta bella historia, así como recientes análisis de ADN, que prueban el parentesco de este bovino de antaño con las actuales vacas frisonas del norte de Europa.
Así llegamos al tercer capítulo, que requiere otro salto de casi mil años, hasta la primera mitad del siglo XX. Los Cimbri viven dignamente aislados en la meseta conocida como los Sette Comuni por el número de sus comunidades: viven en casas con tejado de paja, hablan una lengua decididamente germanófona y practican la ganadería ovina orientada a la producción de un queso - "keeze", dicen- que la Guida Gastronomica d'Italia del Touring Club describía en 1931 como "grasa de montaña, elaborada con leche de vaca, conocida con el nombre de Asiago".
La Burlina es su fiel compañera, pero una gran nube se cierne sobre la unión. Lo cuenta Mario Rigoni Stern en su novela "Le stagioni di Giacomo" (Las estaciones de Giacomo): en efecto, es 1933, duodécimo año de la era fascista, cuando llega la orden de eliminar todos los toros Burlini para favorecer la introducción de una raza suiza con mejores aptitudes, la Svitt, o la actual Bruna Alpina. Los montañeses, oliendo algún soborno del régimen, se echan a la calle para protestar, pero acaban en el trullo sin mucho ruido. Luego es el turno de sus esposas, que les siguen al grito de "Viva Mussolini y los toros de Burlini" y nadie tiene el valor de tocar a las mujeres que alaban al jefe del gobierno, aunque con una malicia rayana en lo irreverente. El acontecimiento causa un gran revuelo pero no cambia el destino de la vaca Burlina, que en pocas décadas queda reducida al borde de la extinción. Pequeña y de modesta producción, aunque bien adaptada a la montaña, la Burlina no puede competir con las razas modernas, seleccionadas para convertirse en auténticas máquinas lecheras.
El cuarto y último capítulo, esperanzador, se refiere al regreso de la Burlina a los pastos de la meseta y es la crónica de los últimos años: tras haber recuperado las pocas reses supervivientes, a menudo de sangre algo confusa, se procedió a devolver la pureza a la raza y devolverla a la montaña. Una de las primeras explotaciones en acogerla es Malga Porta Manazzo, a 1738 metros sobre el nivel del mar, que puede ser el destino de una hermosa excursión a pie o en coche. Aquí, cada día se renueva un ciclo de trabajo intemporal: al amanecer, se ordeñan las vacas, antes de dejarlas libres para que pasten, y la transformación se lleva a cabo añadiendo esta leche a la de la víspera, desnatada por descremado; después, el calentamiento a fuego de leña en el gran caldero de cobre; a continuación, el pequeño milagro del cuajo, que separa el componente líquido del sólido; por último, la recuperación de la masa para darle forma y el salado que marca el inicio del proceso de maduración. Los estudios lo han demostrado: el queso Asiago de vaca Burlina no tiene comparación.
Este es el espectáculo que se repite cada año en cada una de las 87 malgas de la meseta "cargadas" de vacas y ovejas. Son los números de un auténtico paraíso lechero que también merece figurar en la lista del Patrimonio Mundial. Para conocerlo hoy, siga la Via delle Malghe, una red de 16 itinerarios señalizados al servicio de un turismo natural y gastronómico único.
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